Dr. Dejan Mihailović, Departamento de Humanidades del Tecnológico de Monterrey
El nacimiento y la consolidación del sistema-mundo
capitalista habían sido posibles gracias
a la expansión físico-espacial de la lógica del capital. La acumulación de
capital siempre ha sido una cuestión profundamente geográfica. En otras
palabras, sin las posibilidades
inherentes a la expansión geográfica, la reorganización espacial y el
desarrollo geográfico desigual, hace tiempo que el capitalismo habría dejando
de funcionar como sistema político y económico. Siendo un sistema lleno de
contradicciones internas, el capitalismo no puede mantenerse sin sus soluciones
espaciales. La producción y la conquista permanente de espacios reales y
simbólicos como impulsores de creación de la riqueza llegaron a ser
identificados como un camino único al crecimiento y estabilidad del sistema.
Sin embargo, tuvieron que transcurrir varios siglos para que el proyecto
moderno anuncie una de sus más grandes y dolorosas fallas: la ampliación de la
acumulación de capital no es proporcional al aumento del bienestar material.
Fue un proyecto que prometió el consumismo ilimitado como vía para el alcance
de la felicidad, pero no logró satisfacer las carencias, las necesidades, y los
deseos humanos ni liberar tiempo y espacio para el desarrollo intelectual y
emocional, sino que tan solo proporcionó beneficios, en la mejor de las
hipótesis, desiguales y en la peor, fraudulentos. Produjo una riqueza y una
capacitación sustanciales para unos cuantos y desilusión, represión, miseria y
degradación para el resto. Sus reivindicaciones utópicas de respetar la
igualdad y el bienestar, por lo tanto, entraron cada vez en mayor contradicción
con la realidad, mientras los “proyectos de desarrollo” se sucedían unos a
otros y las cualidades desiguales de la geografía capitalista se hacían cada
vez más visibles en diferentes escalas (urbana, regional y global). Tomamos
esta premisa como punto inicial para analizar la actual crisis del capitalismo
mundial y algunas de sus consecuencias en relación al deterioro continuo del
espacio público y el bien común.
El concepto de espacio público es propio de la
Modernidad clásica, y surge como una esfera intermediaria que se construyó
históricamente en el Siglo de las Luces, entre la sociedad civil y el Estado. Es
el lugar (topos), al que todos los
ciudadanos tienen acceso, para crear un público y formular una opinión pública.
Paradójicamente, el liberalismo como una ideología de y una justificación para
la acumulación en su afán de exaltar el individualismo tuvo que admitir que un
individuo moderno afirma su estatus de sujeto siempre y cuando alcanza un
determinado nivel de autonomía cuyo requisito inicial es estar entre los demás. De ahí que la calle, la plaza, el parque
etc., más allá se ser vistos como espacios físicos donde se “amontona la gente”,
son constructos reales y simbólicos de interacción y cohesión social. Los
individuos autónomos cultivan su subjetividad mediante un intercambio
discursivo de posiciones argumentadas sobre los problemas de interés general,
hecho que les permite sentirse parte de la opinión pública plasmada en valores
comunes y un reconocimiento mutuo de legitimidades, una visión suficientemente
cerca de las cosas para discutir, demandar, oponerse, deliberar, etc. En ese
sentido, el espacio público es la expresión real de una democracia en acción, o
la expresión contradictoria de las informaciones, opiniones, intereses e
ideologías de modo que, cualquier intento de reducir o privatizar el espacio
público implica un acto profundamente antidemocrático.
Por otro lado, el bien común siempre ha sido
identificado como la suma de los intereses de la colectividad, considerada como
finalidad de la función pública. No se trata aquí tan solo de las condiciones
materiales de la sociedad y de cada uno de sus integrantes, sino también de
aquellos factores sociales, políticos, jurídicos y culturales que brindan un
nivel deseado de salud física y psíquica de los ciudadanos permitiéndoles crear
algunas pautas morales que les ayuden crear diferentes formas de identidad. Sobra
decir que una buena parte del “universalismo” de la civilización occidental
descansa sobre una premisa elaborada en las antiguas polis griegas organizadas
a manera de pequeñas ciudades-comunidades: se trata del bien supremo. Henos
aquí en el resbaladizo terreno de la ética. Para Aristóteles la ética no era
más que un tipo de saber práctico con la tarea de orientar a los seres humanos
en sus acciones cotidianas. De ahí que ninguna actividad política o económica
podría ser virtuosa sin estar previamente fundamentada en un principio ético.
La polis griega era el ámbito
decisivo para la realización de la vida feliz. Ser feliz y virtuoso era posible
solo en referencia a la polis y para
la polis, debido a que el hombre
siendo por naturaleza un “animal político” no tenía escapatoria alguna debido a
que todo aquel que se hallaba fuera del Estado o por debajo o por encima de lo
humano, era considerado una bestia o un dios. ¿Cuántos, hoy en día, deambulan
por las calles de nuestras ciudades contemporáneas disfrazados de bestias o
dioses? ¿Dónde está el ethos de
nuestras polis para marcar el espacio
de lo que debe hacerse y las virtudes que deben practicarse. ¿Dónde perdimos
aquel bien supremo que estaba por encima de cada individuo, pero en función de
cada uno de los integrantes de una comunidad?
No es fácil responder a estas preguntas, pero a
continuación trataré de ofrecer algunas razones por las que el espacio público
y el bien común padecieron un franco y paulatino deterioro.
Un primer tema que se impone hace referencia a las
actuales tendencias globales que comenzaron a perfilarse, cuando mucho, unas tres
décadas atrás. Tal vez la mejor manera de referirse a toda una serie de grandes
e importantes novedades en la estructura y las formas de gestión política,
económica, social y cultural es el cambio del paradigma. El cambio del
paradigma supuso la posmodernización
de la economía global reflejada en la acumulación flexible, la
desmaterialización de la producción, la automatización del trabajo, y toda una
serie de fenómenos acompañantes que reorganizaron las formas convencionales de producción
tradicional fordista. La esfera
política fue sometida a un fuerte
proceso de mercantilización, desvinculando lo político de las bases populares y
subordinándolo a los movimientos del gran capital. Entramos en una nueva era en la que la forma predominante de
ejercicio del poder estatal se ha convertido en una despolitizada
administración técnica que se dedica a coordinar los intereses. En el nivel social fue detectada una gran crisis de
las formas tradicionales de identidad tanto individual como colectiva. La
intensificación de los conflictos sociales sigue generando elevados riesgos en
la materia de seguridad pública y nacional. El
ser humano está expuesto a una constante erosión psicológica causando la
fragmentación y la atomización de su integridad. Ejemplo de ello es una
ciudadanía despolitizada en la cual la soberanía del consumidor se impone a la
soberanía política del ciudadano. El pensamiento unidimensional, un individualismo
exagerado y la desconexión de su propio ser reducen al individuo “globalizado” a
un espectador pasivo que, en última instancia forma parte de un sistema social
disfuncional. Finalmente, en el área de la cultura, enfrentamos también las
crecientes prácticas de exclusión, intolerancia y, en peor de los casos, el odio
hacia el Otro. Un rotundo fracaso del multicultarlismo,
esa propuesta light del proyecto
liberal permisivo pensado para asegurar la convivencia en nuestras sociedades
fragmentadas, fue un ejemplo más que puso en evidencia la desgastada
iconografía ideológica de un liberalismo en plena crisis.
Un segundo tema
que nos ayuda a comprender la reducción del espacio público y la pérdida de bienes
públicos es la democracia. Reinventada en la Modernidad temprana, la democracia
pronto adquirió el significado de toda una teoría de emancipación prometiendo
la autonomía, la libertad y las facultades deliberativas a los ciudadanos. Arropada
por el modelo liberal, desde la época de las grandes revoluciones burguesas
sentó las bases para un estado republicano, combatió todo tipo de
autoritarismos y colocó el tema de los derechos humanos como un requisito
indispensable para el desarrollo y la seguridad humana. Hoy en día, secuestrada
por las clase política en turno, la democracia fue transformada y reducida a un
aburrido ritual de contar los votos. Los partidos políticos operan como firmas
de negocios para los que la política es cada vez menos una doctrina que indaga
sobre los caminos conducentes al bien común y cada vez más una especie de techno managment que, a través de los
juegos electorales, permite que las elecciones no sean ganadas por los más
aptos para el puesto, sino por los que tienen mayor probabilidad mediática de
ganar. En estas circunstancias aquel ciudadano político por el que tanto
luchaba Rousseau hoy en día queda reducido a un patético individuo-consumidor
que sueña con tiendas departamentales rodeado de espectáculos pago por
evento. Su Estado, aquella encarnación del poder político máximo opera hoy
como si fuera una agencia de servicios pagados en donde lo que antes era un
derecho hoy es una obra de caridad. La consecuencia de todo eso es una
ciudadanía despolitizada y apática. La soberanía del consumidor opaca a la
soberanía del ciudadano. Los individuos narcisos prevalecen sobre los
ciudadanos conscientes. Crece la aversión hacia el bien común y la sociedad
civil atomizada sustituye la lucha de clases por las luchas particulares de los
derechos de minorías. A pesar de ser legítimas, e indispensables para el futuro
desarrollo de la democracia, esas luchas son insuficientes en el proceso de
fortalecimiento adecuado del Estado y la formación del proyecto de nación como
pilares de la revitalización del espacio y los bienes públicos.
En un tercer
lugar podemos mencionar lo que en México y América Latina se ha llamado la
larga noche neoliberal. Mucho más de ser un paquete de (re)ajuste estructural
ejecutado por la tecnocracia en turno, el neoliberalismo fue y sigue siendo
todo un modelo de civilización. Basado en le supuesta supremacía de la razón
económica y la vulgar idea de un mercado autorreferencial que se resiste a
cualquier tipo de intervención externa, el proyecto neoliberal llegó a ser toda
una “teología” sustentada en la descabellada
utopía global del mercado total. Durante casi tres décadas, fuimos
testigos de la usurpación de los espacios públicos y los bienes comunes
mediante la aplicación contundente y dura de una especie de “santísima trinidad”
encarnada en los principios de liberalización (en materia de precios),
privatización (bienes públicos y paraestatales) y desregulación (en cuanto al
flujo libre de los capitales). La esencia política del neoliberalismo
consistía en los debates
triviales sobre cuestiones mediocres y sin importancia entre los partidos que
en su base estaban y siguen estando al servicio de los
intereses de business independientemente de sus diferencias formales
en las campañas electorales.
Así
que la democracia
es permitida mientras el business
no esté sujeto
al cuestionamiento social y a los cambios, esto es, mientras no sea democrático.
Un crecimiento enorme de las desigualdades social
y económica, un aumento
visible de la miseria y de la pobreza, una condición de catástrofe que
atraviesa el así llamado medioambiente, una economía mundial inestable y un
increíble enriquecimiento de los ricos, fueron solo
algunas de las desastrosas consecuencias de la dictadura neoliberal,
desafortunadamente, aún en boga en México. Por supuesto que no hay ninguna defensa empírica de todo esto.
El argumento más fuerte: no hay alternativa al
neoliberalismo y que tendremos que
enfrentar un capitalismo sin guantes en donde el hombre ha dejado de crear
espacios para disolverse en ellos, como Barton Fink en la playa de Foucault. Lo
verdadero aparece entonces como ese punto de dolor físico en el que ya no
existe la distancia entre el adentro y el afuera, entre lo externo y lo interno.
Todo parece apuntar que el mundo perceptivo de lo visual no nos necesita para
poder existir. El sentido se vuelve una obsolencia más en la bodega de nuestras
vidas que simulan ser vividas. La pregunta ¿decimos la verdad? converge a la
pregunta ¿actuamos bien?
Un cuarto tema
de nuestro interés apunta a los espacios urbanos contemporáneos. Desde sus inicios, las ciudades han surgido mediante
las concentraciones geográficas y sociales de un producto excedente. La
urbanización siempre ha sido, por lo tanto, un fenómeno de clase, ya que los
excedentes son extraídos de algún sitio y de alguien, mientras que el control
sobre su utilización habitualmente radica en pocas manos. Esta situación
general persiste bajo el capitalismo, por supuesto; pero dado que la urbanización
depende de la movilización del producto excedente, surge una conexión íntima
entre el desarrollo del capitalismo y la urbanización. Los dueños del capital
tienen que producir plusvalía; éste a su vez debe reinvertirse para generar más
plusvalía. El resultado de la reinversión continuada es la expansión de la
producción de excedente a un tipo de interés compuesto, y de ahí proceden las
curvas logísticas (dinero, producción, población) vinculadas a la historia de
la acumulación de capital, que es replicada por la senda de crecimiento de
urbanización en el capitalismo. En suma, el espacio urbano, la ciudad, se
refiere al espacio de la centralización de la producción, del consumo y de la
administración. Un espacio marcado por la máxima competencia por los usos del
suelo y la centralidad; (el espacio de la máxima presión ambiental y el más
insostenible). Estudios en el
tema saben muy bien que no existe ningún proyecto de desarrollo sostenible
viable en las zonas urbanas. Como en todas las fases precedentes, esta última
radical expansión del proceso urbano de nuestra época ha provocado increíbles
transformaciones de los estilos de vida. La calidad de la vida urbana se ha
convertido en una mercancía, como la ciudad misma, en un mundo en el que el
consumismo, el turismo, las industrias culturales y las basadas en el
conocimiento se han convertido en aspectos esenciales de la economía política
urbana. La inclinación posmoderna a estimular la formación de nichos de
mercado, tanto en los hábitos de consumo como en las formas culturales, acecha
la experiencia urbana contemporánea con un aura de libertad de elección siempre
y cuando se disponga de dinero para ello. Grandes centros y superficies
comerciales proliferan como lo hacen restaurantes de fast food y los mercados de productos artesanales. Asistimos ahora,
como señalan algunos, a la “pacificación mediante el capuccino”. Incluso la incoherente, blanda y monótona promoción de
vivienda adosada suburbana, que continúa dominando en muchas áreas, recibe ahora
su antídoto en la forma de un movimiento en pro de un “nuevo urbanismo” que
oferta la venta de comunidad y estilos de vida de calidad para cumplir todo
tipo de sueños urbanos. Éste es un mundo en el que la ética neoliberal de un
intenso individualismo posesivo y su correspondiente retirada política de las
formas de acción colectiva se convierte en el modelo de socialización humana. Asistimos
a una especia de la nueva “geografía
posturbana” cuyo discurso innovador ofrece términos como lo son
corregidores regionales, conurbaciones difusas, redes policéntricas o periurbanización.
Este último refiere al lugar en el que se
encuentran el campo y la ciudad y la pregunta que se plantea es: ¿estamos ante
una fase temporal de un proceso complejo y dinámico o esta naturaleza híbrida
se mantendrá a lo largo del tiempo? La nueva realidad periurbana presenta una
mezcla muy compleja de suburbios pobres, desplazados del centro de las ciudades
y, entre medias, pequeños enclaves de clase media, frecuentemente de nueva construcción
y vallados. En esta periurbanización (Mike
Davis) encontramos también trabajadores rurales atrapados por la manufactura de
baja remuneración y residentes urbanos que se desplazan diariamente para
trabajar en la industria agrícola. Cuesta cada vez más distinguir nominal y
visualmente la línea divisoria entre un
espacio urbano y su correspondiente periferia. ¿Qué sigue? ¿Es factible el
desalojo (¿violento?) de la favela Rocinha incrustada en la lujosa zona
residencial del sur de Rio de Janeiro para agradar las miradas de los turistas
que asistirán a los Juegos Olímpicos de 2016 además de brindarles la seguridad
necesaria para presenciar el espectáculo? La cuestión de qué tipo de ciudad
queremos no puede estar separada de la que plantea qué tipo de lazos sociales,
de relaciones con la naturaleza, de estilos de vida, de tecnologías y de
valores estéticos deseamos. El derecho a la ciudad es mucho más que la libertad
individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos
a nosotros mismos cambiando la ciudad.
Llegamos así a un quinto elemento
que compone nuestro tema. Se trata de una disciplina resucitada a raíz del fin
de la Guerra Fría y el supuesto fin de la historia tan solo amenazado por un
“leve” choque entre las civilizaciones. Su nombre: geopolítica. Dedicada a
estudiar la distribución de los poderes mundiales a partir de la ubicación
geográfica de sus actores, durante mucho tiempo la geopolítica centraba sus
análisis en un aparato categorial convencional que partía del concepto de
Estado-nación, y llegaba a los complicados esquemas de la usurpación de los
espacios físicos proveedores de recursos de los que creíamos que eran
inagotables. Es la geopolítica que nos revela que el capitalismo fue posible
gracias a una explotación desenfrenada e indiscriminada de los recursos
naturales predominantemente fósiles y no renovables mediante un sistema
energético mundial completamente cerrado al que solo podían tener acceso las
agencias gubernamentales y las grandes empresas transnacionales. Ese cuento de
hadas llego a su capítulo final. Se avecina una gran transformación en la cual
las futuras formas de producción tendrán que basarse en un tipo de explotación
selectiva y regulada de los recursos naturales no fósiles y renovables mediante
un sistema energético mundial abierto. Todo apunta hacia esa dirección y cuando
eso suceda probablemente asistiremos al fin del capitalismo tal y como fue
conocido. Esto implicaría una nueva forma de organización espacial de nuestros
modelos de producción y de acción más allá de las áreas productivas. Una nueva
geopolítica encaminada a romper con las clásicas modalidades de poderes imperiales
basadas en la hegemonía, control, dominio e imposición violenta a los más
débiles. Implicaría el fin de la geopolítica clásica y una nueva cartografía de
los deseos y los poderes mundiales plasmada en un nuevo sistema internacional
descentralizado, multilateral, solidario y entrópico.
¿Qué podemos ofrecer como conclusión
o posibles caminos para enfrentar los problemas que venimos enumerando aquí. Vivimos en un mundo en el que los derechos a la
propiedad privada y el beneficio aplastan todas las demás nociones de derechos.
Derecho al espacio público y a la ciudad como ejemplo por excelencia del goce
de los bienes públicos no son una excepción. Sin embargo, ya desde la
Modernidad temprana el gran filósofo Baruch de Spinoza sostenía que la primera
exigencia ontológica humana es la necesidad de preservarse, pero la
preservación humana (¡que sorpresa para los neoliberales!) no es individual
sino, en última instancia, ella es social, ya que el ser humano se preserva
mediante el trabajo, y esa relación con la naturaleza, por desgracia para
algunos, “exige” la cooperación y no
la competición. La condición humana
de pronto se ve reducida groseramente a ese idiota (en el sentido clásico
griego, aquel que solo piensa en sí mismo) llamado homo economicus, cuya existencia gira alrededor únicamente de la
maximización de su patrimonio, quedando la conducta humana racional enajenada
por su “equivalente universal”: el dinero. Es
conocida la relación entre el capitalismo y la esquizofrenia que prevalece en
el nivel más profundo de una y la misma economía, de uno y el mismo proceso de
producción, de modo que nuestra sociedad produce esquizos del mismo modo que produce champú Palmolive o pantallas de plasma, con la única diferencia de que los
esquizos no pueden venderse. Pocas
son las probabilidades de tratar, suavizar o resolver los problemas que tocamos
en este texto fuera del la tripleta mágica: Estado-Mercado-Sociedad. Pero
un Estado actual ausente e inmerso en la
corrupción, un mercado ególatra y excluyente y una sociedad apática y
encaminada hacia una catatonía colectiva son signos nada prometedores. Los tres
siguen fomentando una cultura de miedo que permea nuestra vida cotidiana
paralizando el pensamiento crítico, la movilización y la acción necesaria para
el cambio. Políticos y estadistas separados de la gente y envilecidos por el
poder “negocian” la compra-venta del espacio público y el futuro de los bienes
comunes. Más allá de la política, el empresario, una figura casi heroica de la época del
capitalismo industrial, era una especie de destructor creativo por excelencia,
porque estaba preparado para llevar hasta sus últimas consecuencias la
innovación técnica y social. Poco o nada tienen que ver con él nuestras
actuales elites económicas retrogradas, decadentes y envueltas en su delirio cleptocrático que no les permite ver la
calle desde el helicóptero o carros blindados. Finalmente, el ciudadano,
refugiado en la zona de la privacidad, percibe al espacio público como algo
potencialmente peligroso y que expone su vulnerabilidad e integridad física,
material y emocional. Su reducido mundo que no rebasa las fronteras trazadas
por los centros comerciales, vacaciones all
inclusive y las pantallas televisivos que embobinan sus ojos y pasteurizan
su cerebro. No hay manera más eficaz de evitar la intimidad que asistir
calladamente a un programa de televisión al lado de nuestra pareja. ¿De dónde
viene ese miedo de perder las cosas que ni siquiera hemos podido poseer en su
plenitud? Quién y cómo produce a una cultura de miedo generalizado que entumece
las conciencias y paraliza las acciones. El miedo que asecha y como dice
Eduardo Galeano se refleja en “el miedo de los pobres al hambre y el miedo de
los ricos a la obesidad. El miedo de las mujeres a los hombres violentos y el
miedo de los hombres a las mujeres sin miedo. El miedo de la democracia a falta
de votos y el miedo del mercado a falta de consumidores”. Por otro lado, Slavoj
Zizek tiene razón cuando dice que “hemos llevado a la perfección el abnegado
arte de producir lo tóxico que no sea nocivo: café sin cafeína, nata sin grasa,
cerveza sin alcohol, cyber sexo, que
es sexo sin sexo, guerras sin víctimas (de nuestro lado, claro está) y un
modelo de lo Otro justo a la medida que lo podamos soportar”. El Otro, el de la
calle, excluido, marginado, potencialmente violento pero bien a la distancia,
justo aquella que nos permite toléralo. “El infierno siempre son los otros”,
diría Jean Paul Sartre. Cada vez creo menos en esta frase, cada vez veo más los
infiernos compartidos. Deshacernos de ellos solo será posible mediante un
verdadero rescate de la democracia, un alto decisivo al neoliberalismo, una regulación
de las tendencias globales y una nueva geopolítica de mapas reales e
imaginarios de nuestros espacios que nos haría regresar a la calle, la calle prohibida por la violencia o por el pánico a la
violencia, la calle, como diría de nuevo Galeano, donde ocurre el siempre
peligroso, y a veces prodigioso espectáculo de la vida.
Нема коментара:
Постави коментар